Cuando la tecnología vaya a sustituirnos en algunos trabajos, los humanos tenemos que pensar para identificar y hacer realidad esos escenarios a los que los robots llegarán para ayudarnos. Y, para lograrlo, resulta cada vez más imprescindible entender el alma humana.
Respecto a qué deberíamos estudiar, nos harán falta conocimientos de informática, matemáticas, física o ingeniería, pero también de humanidades porque para programar un robot hay que saber de psicología, amén de dominar la semántica y las sutilezas lingüísticas. Habilidades que, hoy por hoy, no se desarrollan en las carreras técnicas. De hecho, un estudio de Manpower Group ha identificado la comunicación como una de las habilidades más requeridas en el sector TIC.
Las disciplinas “de letras” solo representan el 10 por ciento de los alumnos matriculados en las universidades españolas. Tal vez porque muchos pensamos que elegir estas carreras es ir directos al paro. Sin embargo, las humanidades son fundamentales para comprender las demandas de la sociedad en la era digital, porque importan los detalles pero la abstracción los ilumina. No es posible entender el presente únicamente con las claves del hoy. Los datos son imprescindibles, sí, pero por sí solos no explican los hechos, hace falta la perspectiva, una mirada, un relato humano.
Conviene recordar que este concepto de “saber transversal” no es nuevo en absoluto, ya en la antigüedad unos señores con túnica, sin smartphones ni big data, revolucionaron la historia al hacer convivir con aplastante naturalidad el derecho, la medicina, la filosofía o la retórica con las matemáticas, la astronomía o la música.
El futuro es multidisciplinar
Conocimientos de psicología y de sociología resultan imprescindibles para entender y gestionar las implicaciones de convivir con máquinas inteligentes. Es necesario saber historia e incluso arqueología para que las recreaciones de realidad virtual resulten “reales”, y nadie monta ya un asistente virtual sin ir de la mano de un experto en lingüística.
Por tanto, los profesionales tendremos que ser más flexibles y, sobre todo, más versátiles. Para especialistas ya habrá robots que nos darán mil vueltas. Pero para que ninguno de ellos acabe sustituyendo a la empatía humana, quienes trabajamos en el desarrollo de la tecnología tendremos que recuperar la esencia de la Universitas del latín universus-a-um, que significa “todo” o “entero”.
Sin duda la formación universitaria tendrá que transformarse, pero también deberemos hacerlo cada uno de nosotros. Y esto exige un cambio de chip e incorporar la microformación y la formación informal a las tareas diarias: desde el primero de los jefes al último de los becarios. Un hábito de estudio de al menos treinta minutos diarios será fundamental para que la tecnología no nos pase por delante.
En la era digital las oportunidades de autoformación continua son infinitas y probablemente la mejor manera de cultivar una mente enciclopédica, capaz de compilar saberes de aquí y allá, sea dejarse arrastrar por el aprendizaje informal, sin dejar pasar la oportunidad de convertir en conocimiento cualquier duda o novedad. Las fuentes pueden ser búsquedas en Internet, la resolución de dudas por parte de compañeros, la contribución de nuestra red de contactos… Y también seguir en redes sociales a los expertos, observar a quién admiramos, o de hacer favores en el trabajo, una excelente oportunidad para el aprendizaje, que tal vez nos esté pasando muy desapercibida.
Porque como dice Jimmy Wales, fundador de Wikipedia, un apasionado de la educación y entusiasta defensor del aprendizaje informal, “aprender cómo aprender es más importante que nunca”.
En definitiva, estamos ante una realidad impredecible en la que la clave es adaptarse. Coincido sin fisuras con Carlos Barrabés, líder digital por derecho propio, cuando considera que para que la innovación esté realmente al servicio de las personas, el concepto de flexibilidad se queda corto. No necesitamos doblarnos como un junco -apunta-, sino adaptarnos y mutar, sin perder nuestras raíces.
Todo esto en un contexto en el que la velocidad de los cambios acarrea una gran incertidumbre y los fallos, por tanto, son inevitables. La premisa es hacerlo “pronto, barato y rápido”, con un propósito claro, eso sí: no podemos perder de vista qué perseguimos, el motivo por el que nos movemos. Y, como dice Carlos, “la receta para salir bien librados de esta necesidad es aunar propósito y genes mutantes”.
Lo que nos pide el siglo XXI, en un mundo de humanos “aumentados” con máquinas, es volver a hacer de griegos, poner al hombre en el centro (¿cuál es si no la finalidad de las smart cities?). El objetivo, con nuevos medios, es volver al ágora a debatir, a proponer, a protestar, a tratar de entender al otro, a jugar… y equivocarnos y volver a empezar, sin perder de vista el propósito, el “para qué”. De otro modo, el futuro puede llegar a ser un sinsentido sin alma.
fuente :
A un clic de las TIC