La problemática del conocimiento científico en tiempos de pandemia

La ciencia es una empresa colectiva y supraindividual, libre de súper héroes.

«El rasgo más valioso del hombre es un sentido juicioso de qué no creer», Eurípides

Independientemente de profesar una religión, o no; resulta claro que las personas poseemos una cuota de religiosidad, en esto de sentirnos ligados a distintos estamentos del quehacer humano, como puede ser el arte en todas sus facetas, o cuestiones deportivas y partidarias, entre otros. Dichas actitudes entrañan una variedad de creencias con las que nos sentimos, por su parte, muy involucrados.

Ande yo caliente y ríase la gente”, componía Góngora. Empero, desde la óptica de la ciencia, cuando nos proponemos “CONOCER” en realidad apuntamos a incrementar nuestro bagaje de “creencias auténticas”, por así decirlo. Concretamente, ubicar las cosas en su justo lugar, y dotarlas del sustento que brinda un conocimiento genuino y correctamente adquirido a través de la razón.

Desde esta perspectiva y dentro de los diferentes tipos de conocimiento proposicional, contamos con el provisto por las ciencias fácticas donde se incluyen las biomédicas que mucho han contribuido al desarrollo de la Medicina. A partir de tal o cual problema, se formula una hipótesis (conjetura anticipada), de la cual se deducen las consecuencias observacionales a ser contrastadas en un riguroso experimento o estudio clínico, que a la postre posibilitará rebatir el supuesto, o no; en cuyo caso será aceptado. Cuando las hipótesis sobreviven a reiterados intentos refutatorios, cobran más consenso e ingresan al terreno de explicaciones robustas con grandes chances de lograr ciudadanía en la comunidad científica; sin llegar a constituir leyes ecuménicas para todo tiempo, circunstancias y objetos pertinentes. El hecho que la verificación experimental se asiente sobre procedimientos cambiantes exige además mantenernos abiertos a planteos y abordajes alternativos. Es más, de no haber procedido así, muchos de los avances científicos no habrían tenido a lugar.

No obstante que la objetividad resulta inalcanzable, munidos de la menor subjetividad posible los investigadores vienen sometiendo sus ideas a la corroboración experimental. En un momento dado aparece el “hallazgo capaz de abrir una brecha”, que, de proseguir con una serie de ratificaciones sucesivas, irá trepando paulatinamente hasta proposiciones de generalidad creciente con un alto grado de probabilidad explicativa. Se van consolidando zonas de gran luminosidad, y bases sólidas, donde nos sentimos muy seguros con nuestras aseveraciones. También sobreviene la estadística más fina, muy útil en esto de monitorear los riesgos a futuro y si se quiere hasta la utopía de controlarlo.

Todo ello visualizado como una empresa colectiva y supraindividual, libre de súper héroes. Subsumida en un sistema que constituye una unidad ordenada, donde los nuevos conocimientos se van incorporando y relacionando con los ya existentes, siempre bajo el análisis crítico respecto a cuán seguros nos sentimos de estar conociendo bien. Algo así como una estructura impersonal que a la vez es la sumatoria de muchos esfuerzos individuales, gracias a la cual, conocemos mucho más que nuestros predecesores, y nos plantearnos interrogantes que antes no; en un contexto que por supuesto no es ahistórico ni valorativamente neutro.

Es claro que llegado a un punto donde la evidencia se torna consistente la hipótesis deja de someterse a ulteriores contrastaciones y el conocimiento sirve para favorecer el desarrollo de herramientas prácticas. En el caso de la medicina, por ejemplo, pautas de control para las enfermedades…hasta que un nuevo avance nos proporcione un instrumento mejor.

Como una suerte de transposición, estos desarrollos terminan instalando sus propias creencias. Un hecho ligado a la relación entre una proposición y el estado de cosas, también designado como “verdad por correspondencia”. ¿Pero a qué verdad nos estamos refiriendo? A la científica, que no tiene cabida para los acostumbrados dixit. Provisoria puesto que la ciencia nunca se detiene, prosigue sus investigaciones con el fin de comprender mejor la “realidad” en el supuesto que fuera posible. Una “verdad” que acarrea la fortaleza de su carácter aperturista y revisionista con un oído siempre atento a las disonancias que nos preservan de caer en las encerronas de lo aparentemente imperturbable.

Más aún si de enfermedades se trata, puesto que se hallan atravesadas por las historias del paciente, sus experiencias, cuerpo físico y emocional, que en su conjunto hacen a una asombrosa singularidad, donde “una parte” del padecimiento puede ser racionalmente descripto o explicado por la ciencia. Y es allí donde precisamente entra en escena para asistirnos con sus herramientas de conocimiento bien ganado y ayudándonos a la hora de efectuar recomendaciones poblacionales o adoptar una decisión clínica. Una instancia de elevada densidad óntica que representa el cierre de un proceso en el que todos los elementos son tomados en cuenta y confluyentes en torno a la pregunta final, “¿Qué recomendar? ¿Qué se debe hacer para este paciente en particular?”

La medicina como unidad de conocimiento teórico-práctico abocada a esa fracción nada despreciable de la realidad denominada enfermedad recurre entonces a una serie de elementos claves para hacer frente a la complejidad de cada situación: conocimiento, destreza, criterio, responsabilidad y prudencia, guiada por el omnipresente principio de cuidar cuya raíz latina de “coidar” está relacionada con “cogitare” que alude a pensar, como acción imbuida de atención, esfuerzo y dedicación.

En este marco vino a fustigarnos la pandemia, que por momentos nos retrotrae a algunas peripecias ocurridas en los momentos álgidos de la infección por VIH. Entre tantos devaneos solía afirmarse que la gente no moría de SIDA, sino que enfermaba y fallecía a causa de alimentos contaminados con hormonas, gases cancerígenos de los automóviles, uso excesivo de antibióticos, tóxicos ligados a estilos de vida antinaturales, el agotamiento de la capa de ozono, y los fármacos antivirales, todo en el marco de una aborrecible sociedad de consumo. Sin ánimo de restarle trascendencia alguna a esta especie de conjunción desventurada, cierto es que el VIH se las venía arreglando por sí mismo para hundirnos en la inmunodeficiencia. Aun así, muchas personas seguían aferradas a esa suerte de cerrazón cuya explicación, a mi modo de entender, radica en apartarse de la reflexión y aprensión requeridas para juzgar los hechos de una manera correcta y desapasionada.

Lamentablemente, a COVID-19 también le calza el zapato de los infortunios.

Ante los enredos informativos, que obran como caldo de cultivo para estrafalarias y antojadizas ilusiones terapéuticas, se torna necesario un discurso basado en los argumentos que la ciencia y el buen juicio clínico pueden brindar, sea desde lo aprendido a lo largo de situaciones con cierta analogía, o del cuerpo de resultados que se va consiguiendo. Sin perder de vista que, por lo precipitado de la hora, los tiempos para una justa ponderación en cuanto al peso de los resultados están abreviados, a riesgo de restarle espacio a los obligados parámetros “evidenciométricos”.

En este orden de cosas, por suerte también existe el esfuerzo mancomunado y globalizado de investigadores básicos y clínicos que bregan por aportar respuestas sensatas y valiosas ante una amenaza que, sin revestir el carácter calamitoso que han tenido otras pestilencias, ha puesto al mundo en pausa, con todos los reveses que de ello se desprenden.

Establecer conexiones entre eventos aparentemente disímiles, e interpretar la complejidad del mundo, viene siendo desde hace bastante tiempo el mandato de la investigación; y a partir de dicho conocimiento lograr algún modo de intervención sobre la naturaleza y sus fenómenos. COVID-19 pone a girar una vez más la rueda del discernimiento, y con ello debe movilizar la mejor actitud con que contamos para seguir creciendo como una sociedad de ciudadanos evolucionados.


*Este artículo se originó a partir de una entrevista radial realizada en Rosario 3 a quienes agradecemos mucho.

El autor:

Dr. Oscar Bottasso, médico, investigador superior del CONICET. 

Universidad Nacional de Rosario, Argentina. IDICER (UNR-CONICET). Rosario, Argentina

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